sábado, 11 de enero de 2014

EL RÍO ENCUENTRA EL DESIERTO



Hoy hace cuarenta años de mi iniciación en la Vïa. Parece una cifra profana, pero no lo es. Es una crisis, pero veo al sol alzarse tras las montañas del oriente.

He hecho muchas cosas en estos años. He visto y oido mucho. He sentido mucho. He vivido (y el sol, justo ahora que escribo, me golpea la cara y me baña de luz) mucho.

Recuerdo la caída a la cámara secreta. El resbalón en la hierba húmeda de la Selva Negra. El aferrarme a las raíces que brotaban del terreno, gritando de pánico, pues sabía que abajo me esperaba la sima al vacío.

El último brote, sólido, al que pude agarrarme. Mirar abajo y evaluar la situación: no se puede subir, no se puede bajar. Y, si me quedo, el brote se romperá, tarde o temprano. La duda eterna del hombre que se enfrenta a sí mismo.

La mano amiga tendida hacia la mía: un poco, un poquito más. La salvación. Y luego la explicación de la gran Mentira vital, el diálogo interno que sostiene el mundo, que construye el universo.

Luego fue el túnel, el aire que faltaba, la luz al final de la caverna. Los símbolos grabados en la piedra: Hermes, Caín, Judas, la serpiente de fuego que deviene salamandra. La ecuación fundamental de la Vía: para toda luminaria L existe un y sólo un metal M, tal que L=M.

La recapitulación permanente, el baño de agua calentada en el atanor, las destilaciones naturales y forzadas, el fuego secreto de los filósofos, el milagro del baño maría, los colores del pavo real. El blanco, blanquísimo, el rojo, las heridas sin sangre. El Silencio, el Universo.

En cuarenta años he aprendido algunas cosas que valen la pena. Que las jornadas de la felicidad son como las de la mar: iguales. Que el sufrimiento, como todo, tiene dos caras, y podemos siempre elegir cual enfrentamos. Que el infinito cabe en la palma de la mano, literalmente. Que basta una canción para sentirlo.

He aprendido a hablar con los pinos y a interrogar a las piedras del camino. Me siguen fascinando las nubes que dibujan el cielo. He escrito con palabras lo que soy para no dejar de serlo. He olido a una rosa resurgida de ceniza. He comprendido, que a pesar de la falsedad de la apariencia y de la maldad humana, este sigue siendo un mundo hermoso.

Mi mejor consejera camina conmigo, a mi izquierda, tres palmos por detrás. La miro todos los días. Ella sonríe y me guiña el ojo: todavía no he venido a por ti. Y yo me abrocho el zapato como si fuera lo último que voy a hacer en la vida.

He visto a niños comer el vómito de su hermano muerto. He visto a niños condenados al orfanato, por la ambición de los hombres malos, sonreír y reconocer la esperanza en un abrazo y un pequeño gesto de ternura. Esos ojos me han mirado. Llenos de Luz.

Pero lo más grande que me sucede lo hace todos los días. Como hace un rato, antes de sentarme a escribir. La aurora presagiaba la salida del sol. Y me planté en la terraza de mi casa en los valles de Sarrión y miré al oriente, desafiante: yo estoy aquí, Sol, ¿te atreverás a salir?

Y el Sol me trató de tú y salió, porque estaba dentro. La otra ecuación fundamental de la Vía: atmán es bramán. En silencio. Esto es la Vía: saber reconocer en el Silencio lo que verdaderamente somos, y vivirlo en todas sus consecuencias.

Y, humildemente, callar.