domingo, 10 de noviembre de 2013

TRAS LA VISITA DEL CHEF

Los imbéciles no quieren que se descubra la verdad, porque les molestaría. Los charlatanes tampoco, pues arruinaría sus artificios. Los sabios tampoco pues:

1º. Saber es poder y hay que apartar del poder a los indignos. Por ello las reservas de conocimiento se mantuvieron en Egipto durante milenios en los templos, inaccesibles a los no iniciados en los misterios. Esta herencia se ha transmitido oralmente, y sobre todo por la presencia y el ejemplo. Con símbolos, mitos, enigmas, siempre bajo el sello del secreto.

 2º. Porque conocer es una operación de vida y una manera de nacer. Y nada puede nacer fuera de una envoltura, de carne, de tierra, de misterio. Si se abre la semilla ya no germina. La ciencia oficial es ciencia muerta, desierto de arena y no puñado de simiente. El conocimiento de los sabios es una gaya ciencia con sabor de alegría y soplo de espíritu.

3º. Por el respeto a la dignidad del conocimiento. Es la vía real que debe aportar luz a las almas, exactitud a los pensamientos y justicia a los actos. Los hombres le han dado la vuelta utilizándola, sirviéndose de ella en vez de servirla.

4º. Porque los sabios aman la verdad y no hay amor sin pudor, sin velo de belleza. La verdad no ha de ser descubierta, sino revelada, recubierta de un velo luminoso.

Por ello se enseña por medio de los símbolos, los ritos y los mitos que constituyen la tradición única primordial. No explican el encadenamiento mecánico de las apariencias, sino las afinidades secretas y las analogías de las potencias y las virtudes, las correspondencias del número con el sonido, de las figuras con las leyes, del agua con la planta, la mujer y el alma; del fuego con el león, el hombre armado y el espíritu; de los astros con los ojos, las flores y los cristales de los metales y las gemas; de la germinación del oro en las minas con la de la verdad en el corazón del hombre.

Al ocultar los sabios su saber por escrúpulo, los charlatanes se aprovecharon para esconder su ignorancia bajo los mismos signos misteriosos. Los imbéciles los confundieron, creyendo tanto en unos como en otros.

 A medio camino entre imbéciles y charlatanes ha surgido la especie de los académicos, que asegura el triunfo definitivo de la conjura. Los imbéciles, instruidos por los académicos, han confundido una vez más a los sabios con los charlatanes, pero esta vez para no creer ni en unos ni en otros.

Los académicos enseñan que toda la verdad está en su ciencia y que todo lo que no pueden descubrir ni demostrar no existe. Ahora bien, no han enseñado, ni descubierto, ni demostrado nada acerca de la vida y la muerte, el bien y el mal; nada acerca del amor, del dolor y del sacrificio, acerca de la conducta del hombre y del destino del alma, acerca del sentido, la esencia y la salvación. A medida que descubren nuevos agujeros negros o nuevas partículas elementales, nuevas estructuras genéticas o nuevos semiconductores, se alejan y nos desvían de lo esencial. Y ahora la verdad está tan bien escondida que ya no se la busca.

Estaría totalmente perdida si no sobrevivieran algunos sencillos de espíritu para quienes la verdad existe. Recorren el mundo interrogando a la gente, los astros y las hierbas, interrogando al gran libro de la naturaleza, y hojeando los textos olvidados, interrogando a su corazón y a los dioses enterrados en las piedras. Saben que no tienen la verdad pero saben que ella es. Están tan hambrientos y sedientos de ella que saben seguirla por el rastro y reconocerla por el olor. Ante un hombre difamado, ante un acontecimiento absurdo, ante un grimorio ilegible, ante una piedra cúbica en una bóveda, se paran en seco y exclaman: Eureka.

Visitan el interior de la tierra y, rectificando, encuentran la joya oculta y la verdadera medicina.