sábado, 1 de septiembre de 2012

LANCELOT DU LAC




                                                                                                       Para la Amatxu, i.m.

Lanzarote del Lago se irguió sobre su caballo y enfrentó con la mirada al caballero que custodiaba el puente. El otro no se movió ni azuzó su montura. Lanzarote se mantuvo firme. No tenía ganas de luchar más. Si era sólo hasta aquí hasta donde debía llegar, que así fuera. No pelearía por cruzar más puentes.

Pero la regla lo exigía. Arribado al extremo del camino y topado un caballero guardando puente, la regla exigía vencerlo y cruzarlo en toda su luz, o morir en el intento. Lanzarote estaba saturado de sangre, pero no parecía haber una salida. El otro no se inmutaba.

Abrió la boca para decir algo pero se contuvo. Recordó las palabras de su preceptor la primera vez que cabalgaron juntos: “Si tus palabras iluminan nuestra búsqueda de aventuras tal como la ilumina el día, si tu lenguaje es altivo como el venado, noble como el pavo real, humilde y sin timidez como esos conejos, entonces habla.” (1) Optó por callar. Pero el otro también callaba.

Tenía que hacer algo. No quería matar a ese hombre, no quería siquiera desarmarlo y enviarlo a rendir pleitesía a su dama la Reina, seguramente ya cansada de dádivas y presentes caballerescos, sedienta de amor real, aliento de pasión humana.

Así era. Pasión humana. Huir de esa pasión era lo que lo había traído hasta aquí, y enfrentarla era lo que debía llevarlo de nuevo al nido que la Reina había construído para ellos, para ambos, para los dos. Tenía que volver. Lo sabía desde que tomaron Jerusalén, desde que tomó los hábitos sufís del guerrero que mató en combate singular ante el santo sepulcro, que lo miró desafiante desde su agonía y le señaló con la mirada la entrada de la cueva. Entra, si te atreves, le dijo desde el azul de sus ojos moribundos. Y él entró.

El sepulcro estaba vacío. Había un perro a su entrada, pero no lo guardaba. Había una fuente a su lado, pero con tres caños. Y había una escalera tras una puerta baja de madera, sin cerrojo, una escalera que bajaba al corazón de las tinieblas. Se sentía como el Sol cuando deja la constelación del Canis Minor para refugiarse en Aries y convertirse en el vengador del asesino del Maestro. Cuando la eclíptica corta a los equinoccios y Aldebarán brilla como al comienzo de los tiempos, y el Sagitario se hunde tras el Sol como Orfeo bajando al Hades a encarar su destino, buscando.

Entró en el túnel sin dudarlo. Si la Vida lo había puesto en ese lugar geométrico no era para especular. Allí estaba su primer mar, el Cantábrico, con sus ocasos en los que siempre al caer la Luz alumbra nuevas tierras, hasta Finisterre donde todo acaba y quedan las aguas solas, y estaba la plaza de Central Station en Madras, con sus muchedumbres apiladas como diez mil millones de hormigas y los niños devorando el vómito del hermano, y la araña que danzaba su tela en el amanecer del despacho asturiano diciéndole: no hay paraíso ni para mi ni para ti, estaba el laberinto de Chartres con el coro gregoriano escondido tras la columna que contiene todo el universo, estaban los espejos que no había mirado y los que le habían mirado, estaba el viaje de Telémaco al oriente en busca de su padre, estaba el hombre que escribió la primera frase en castellano, y la vela que le iluminaba el rostro, y la sombra de la pluma que arrojaba esa vela, y la cera derretida, estaban las promesas incumplidas, estaban los muertos clamando venganza, estaban los puñales dormidos aguardando el final del invierno, estaban los tréboles quemados y las velas de cáñamo infladas por el Euro llevándole siempre a occidente, un poco, un poquito más.

Pero no estaba su Reina, y él la quiso, y su deseo fue pasión. Había anochecido y el caballero seguía en el mismo lugar, guardando el mismo puente. No había sido un sueño. Lanzarote miró arriba y pronunció la palabra. Al instante una estrella encendió el cielo y brilló fugazmente, como la chispa del pedernal, para que el alma de ese hombre constelara en el espejo de sí misma.

Lanzarote hizo dar vuelta a la montura, y picó espuelas.


(1): John Steinbeck: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros