domingo, 8 de julio de 2012

1995




A veces el dolor es grande y se va haciendo más grande y asistimos como a un desfile de dolores que vienen y se van pero el dolor se queda. Anida. La vida se va haciendo más y más pequeña y el dolor lo puede todo. No es un sentimiento, no es un nervio, es una energía desbordada que acaba en la cascada de nuestra pequeña vida y lo anega todo en un baño de sangre. La sangre es el dolor, la sangre vertida en todos los valles y en todas las riberas en las que alguna vez nos paramos y miramos atrás. Desde la atalaya vemos la vida como los dioses ven el dolor humano, pero desde los muelles y los caminos que han sido y han marcado rumbos en nuestras vidas la luz no existe y solo está el dolor.

Sabemos lo que hicimos y por qué lo hicimos y la razón nos exime de culpa, pero el eterno retorno de los sueños nos dice muy veladamente que la razón es sólo una parte, y no la definitiva. El dolor perdura y nos recuerda que la conciencia sólo crece en el pozo que se hunde hasta el corazón de la tierra seca como el fuego, pero que allí sí quema hasta los últimos rescoldos de nuestra felicidad. Las llamas purifican y por eso tienen que doler.

Y aún puede ser peor: cuando intuimos, cuando sabemos que la horrible mañana de un domingo cualquiera puede ser la antesala de la tarde y la noche más terrible, como cuando el diablo se decide a cruzar el arcoíris del fin del mundo.

Así fue hace diecisiete años, y ahora el dolor vuelve. Vuelve de noche, y vuelve también de día. Los fantasmas rondan la casa, la toman y la ceden, como la ciudad de entonces. Nos matarán y nos echarán al fondo de la tierra para olvidar que ni siquiera el dolor pudo con ellos.

Pero nos sobreponemos. Los corazones renacen y el dolor remite. Siempre es así, todos los años. Sueño los ojos de angustia infinita de la mujer al separarse de su hombre, que esa noche estaba muerto, y ambos lo sabían. Sueño los ojos asombrados del niño que no sentía más que el ruido y que esa tarde ya no tenía piernas. Sueño la mujer expulsada de su casa vertiendo lágrimas por el futuro sin futuro de sus hijos, a sabiendas de que en cuanto cruzara la frontera la iban a matar, y algo peor. Sueño la sonrisa del hombre que voló un bar de copas para avisarme lo que me iba a ocurrir si no me iba. Y vivo, sobre todo vivo mi dolor y mi rabia cuando antes de pasar el control del aeropuerto de Split me volví y pensé que aún estaba a tiempo de quedarme y luchar. Pero no lo hice.

Tengo todavía las tres fotos del horror en Mostar durante mi primer fin de semana. Y la carta que la madre de mi intérprete bosnia me mandó desde Málaga cuando llegó con el pasaporte que yo le había tramitado. Recuerdo la sonrisa triunfal del aduanero cuando le di la tercera botella de whisky y me dejó pasar sin abrir el maletero que escondía a la mujer sin casa. Y, sobre todo, recuerdo aquella mañana de domingo en el campo de refugiados de Dubrovnic cuando el pastor vasco que había militado en la Armilla me enseñó cómo curar el dolor: el tropel de niños, limpios como el agua de la fosa séptica que vertía en sus lavabos, que se le acercaron corriendo, y el amor infinito con el que, uno a uno, los levantaba y los lanzaba al aire, para recoger suavemente su caída con sus brazos fuertes y tiernos, que también habían matado. La vida es así.