miércoles, 30 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 8





Madras, siete de junio de 2008.

¡Qué alegría tu carta! ¡Cómo me reconforta!. Tras haber estado allí, sombra de lo que (¿quiero? ¿deseo? ser) mi inconsciente ego quiere ser, tus palabras son una bendición, que me hace creer más en este camino que recorro y que a veces se refleja allí.

Por primera vez te escribo por la tarde, a propósito alejado de la luz, en busca de esa Luna de la que hablas, en la certidumbre de que también esa fuerza, la pura vida fluyendo, dará a buen puerto con lo que me gustaría hacerte llegar.

En pleno verano tropical, pasé el mediodía en la piscina dejando que Afrodita me acariciara con sus cabellos mojados, llevándome de aquí para allá, entre la conversación con el cónsul de Alemania y la agregada cultural de Finlandia. Una agradable comida, un café, y la promesa de una fiesta a la que no voy a ir porque me espera, paseando en su playa, mi querida S.

Me escribes de un desierto “soñado” y que era hostil. En el que pensabas en los seres a los que amas. Y yo pienso en el desierto que recorro todos los días, dos horas ida, otras dos vuelta, para ir a la obra que me ha sido dado hacer. Y pienso también en los seres que amo. Y me encuentro contigo, porque el Amor es uno, y es apacible. Escribí sobre él para mi taller, y está en el blog, creo, y es un recuerdo a mi madre, que me enseñó el “bello gesto” que hay que tener siempre en la vida. Ella pasó, pero cuanto la amo.

Me deja sin respuesta tu “sueño” de ajedrez. Yo también me pongo las gafas para leerlo una y otra vez. Me viene a la memoria esa ocasión en que Lenin se presentó en la celda de Alekhine, maestro de ajedrez y ruso blanco y le dijo: Vengo a jugar una partida contigo, si me dejas ganar te haré fusilar. Al esclavo, al prisionero, se le arrebata la posibilidad de mentir. Si el campo es la esclavitud, ¿qué es la libertad? , que decía Perogrullo. Nadie sabe como acabó la partida, sí que el Dr. Alekhine fue liberado y pudo marchar a Francia, donde siguió haciendo de las suyas. ¿No será Dios el Lenin de tu “sueño”? Hay un documental sobre Borges, que se llama “ Los libros y la noche”, te lo puedes bajar de la internet, como yo lo he hecho: “Dios mueve al jugador y este a la pieza, ¿ qué Dios detrás de Dios la trama empieza, de polvo y sueños y agonías ?” El tablero está en una torre que es de un tablero en el que está una torre que contiene un tablero, y así hasta el infinito.

Deseamos aquel día estar juntos, querida S, sí, y Ello, jugando a su estilo, dijo: no. Ahí me hablas de la Luna, y por ello estoy yo hoy en su busca. Me sentí muy ido en mi estancia en Sevilla, torpe, como si aquello no fuera mi casa. Echaba de menos India, aunque no lo sabía. Hoy sí lo sé, y sé por qué. Pero te agradezco aguantar mis silencios y mi falta de comunicación. Mi torpeza.

Me hablas del zen y de que el cielo y el infierno están separados por la décima parte de una pulgada. Pero “¿Creer que el cielo en un infierno cabe, eso es Amor, quien lo probó lo supo?” Cito de memoria, y recuerdo que a veces sueño con las nueces de Blake. No recuerdo los detalles del sueño, ni aun escribiéndolo, pero sé que son esas nueces, las que contienen el universo, el cielo y el infierno, y que sólo pueden ser contenidas por el Amor.

Y me hablas de la meditación. Y aquí si entramos en algo serio. Pues sí, estoy aprendiendo, tras ¿quince? años intentándolo, me empiezo a enterar de los errores básicos y de cómo corregirlos. Esto sí que es un regalo de Dios, pero no soy quien para transmitir nada. Quizá nos podamos sentar en silencio, en Sevilla o en Punta Umbría, y aprender uno del otro.

Algo en tu carta me turba, como seguro que también a ti, y es cuando escribes que “mis ojos trataron de llegar al fondo de los tuyos, sin lograrlo del todo”. Mis ojos. Mis ojos tristes. Lo siento, es culpa mía por no saberme abrir plenamente al Amor que me brindas.

Hice otro viaje. Uno de mis amigos indios es fotógrafo, y además es discípulo del Maestro de Pondicherry. Hemos tenido cierta intimidad, cenas, cafés, paseos, conversaciones. Sabía de mi amor por la naturaleza y me propuso, inesperadamente para mi, ir a un parque natural en el que hay tigres. Algún organismo estatal le había encargado una fotografía de tigres libres y él había aceptado el encargo. Le dije: “Por lo que yo sé, ver un tigre en libertad es prácticamente imposible”. “Sí, me dijo, pero a veces hay suerte. Ven.”

La temporada excluye a los turistas, por el calor, pero también a los tigres, a los que les afecta igual que a nosotros. Me dijo que era un encargo del gobierno y que allí tendríamos medios inasequibles a los turistas. Fui, claro.

Dos días, dos noches, dos amaneceres, que es cuando se puede “cazar” al tigre. La primera mañana pasó sin nada “especial”: monos, antílopes, ciervos, serpientes, macucás y maspallás, nada del rey de la jungla, como yo me temía. El resto del día, bajo el ventilador, comiendo arroz y bebiendo soda, un pitillo de vez en cuando, y una agradable conversación con un fotógrafo indio que olía lo hermético hasta en las sombras.

El segundo día, como el primero, diana a las cuatro, un café, vigilar los últimos preparativos en nuestro elefante, y ¡arriba! Una hora de trote hacia la zona y allí, a esperar, dejando que nuestro transporte se moviera a su aire, para no desentonar los movimientos habituales de la selva. Una hora, dos horas, y llegamos al árbol.

Dos cachorros (grandes) dormían sobre las enormes raíces del árbol. Estuvimos largos minutos observándolos y mi amigo le dio al conductor del elefante orden de seguir. Le miré, inquisitivo (hablar estaba vedado) y me “dijo” que eso no era una foto, no tenía vida.

Entonces ocurrió el primer milagro. Algo hizo despertar a los jóvenes felinos, seguramente la proximidad del alba, y decidieron pelear por la mejor rama. Guach guark, zarpa va, zarpa viene. Lo vimos, y mi amigo lo fotografió (y lo publicó, desde luego). Después volvieron a su sueño, los benditos cachorros.

El elefante arrancó. Yo me sentía feliz, había visto a dos cachorros de tigre en acción, ¿qué más pedir? O a la Naturaleza en acción. Dos noches sin dormir, un viaje de 2000 kilómetros, pero agradables conversaciones con un hombre que sabía mucho de fotografía, esto es, de captar la vida en un instante.

Sentí una orden del conductor y el elefante se detuvo. No sé cómo lo supo. Mi amigo me miró y me hizo un signo con los ojos para que me volviera despacio. Lo hice, y allí estaba mamá tigre atravesando la senda de los elefantes en busca de los cachorros. A cincuenta metros, me miraba fijamente y me parecía más grande que el propio elefante, como si fuera a cargar contra mi. Pero ella nos miró, se revolvió, echó a andar y se paró. Nos observó otra vez y optó por llamar a los cachorros (the tiger called, dicen con sencillez los ingleses).

El rugido fue formidable. Todo el viento del mundo salió de aquella boca y me envolvió y me transportó. No sé dónde estuve, pero no era aquí ni allí. No era el mundo. Mi vida desfiló entera en mi mente cautiva, con sus alegrías y sus miserias, y las sentí tan intensamente como cuando sucedieron en la “realidad”. Y vi ( “vi” ) lo que tenía por delante: el camino con sus curvas, y el mapa en el que estaba trazado, curvas y más curvas, círculos concéntricos, espirales, y una red de líneas rectas, de atajos, que conectaban los nudos y definían una especie de camino crítico, de tareas de imprescindible realización, fuera de las cuales se podía prescindir de todo lo demás. Tenía que esforzarme para seguir alerta y no perder nada de lo que estaba “viendo” y, como en el ejercicio de meditación, tan pronto nos damos cuenta y deseamos, Ello desaparece. El rugido y la magia cesaron. Caí al suelo del habitáculo sobre el elefante, lo mismo mi amigo. Reímos, nos abrazamos, lloramos juntos de puro gozo. Cuando nos dimos cuenta miramos arriba y el cielo ya estaba azul. Los pájaros cantaban, el verde invadía el espacio, mamá tigre se había reunido con sus cachorros y todo estaba bien en la selva.

Esa noche le comenté a mi amigo que por esas fechas hacía años de mi iniciación en los Misterios. Estuvimos divagando sobre el sentido de los números, profanos y sagrados, con ese jugo que a cualquier tema le sabemos sacar los adeptos, y ahí habría quedado todo de no ser porque al retirarme al descanso nocturno, pensé en ti, y en otras cazadoras de rocío de las playas de Poniente. No entendí por qué me venía ese pensamiento, una y otra vez, como una tonadilla que se nos mete en la cabeza y no nos deja. Lo entendí esta tarde (la carta no está escrita de una vez) y te lo cuento.

Tras la comida de hoy sábado en Madras me di el obligado paseo por la librería más cercana y seleccioné varios títulos para comprar (que luego descarté uno a uno, necesidad para un bibliópata, aunque sí que me llevé varios discos, Brahms, Tschaikovsky, Shostakovtich, y dos lápices negros, estos no sé todavía por qué). El paseo me hizo bien, ayudó a la digestión, y en un momento dado me vi ojeando, con fascinación, un estupendo manual de fotografía. Aquí no ardió el deseo de poseer el libro, sino el de la acción, la foto bien hecha. Entonces sentí que ya no tenía tiempo, que ese arte, al que tanto amo, y en el que no he pasado de principiante, como en muchas otras tareas que en la vida me han tentado, es algo cuya maestría está ya fuera de mi alcance, que me moriré sin haber llegado al fondo, y que ya es irremediable, porque tengo casi cincuenta años, y ya no es infinito el horizonte que tengo abierto.

Me viene a la memoria un apunte en mi diario de hace un par de semanas que copio: “He andado muchos caminos, pero muchas de las vivencias extraordinarias que he tenido no han dejado huella. ¿Qué fue de aquella mágica semana en el valle del Jerte? ¿Qué de los paseos diarios por el parque de Gijón a las seis de la mañana? Quizá me haya hecho mejor, pero ha habido muchos ladrillos que no he puesto uno encima de otro, no han formado una construcción, son islas en el golfo, oasis en el desierto.”

Tengo casi la edad de Gustav Aschenbach y no quiero (ah, querer, querer) simplemente morir de amor en Venecia. Desde los quince años, o más, llevo buscando y aprendiendo; más adelante, y sobre todo ahora, estoy comprendiendo. Me hallo en el Oriente, y cuando vuelva a Occidente, lo que allí lleve, el “yo” que allí llegue, ese es el que va a tener que trascender. No será haciendo buenas fotografías, no seré maestro de tiro, no seré gran escritor, no seré nada porque no soy maestro de nada aunque haya cocido muchos ladrillos y fabricado con ellos bonitos pero pequeños muros, que no son una construcción.

No quiero con estas palabras transmitirte angustia alguna, mi querida S, todo lo contrario, porque es aquí cuando me viene el recuerdo (no sólo mental) de nuestras conversaciones, de nuestro misterio compartido. Recuerdo nuestra primera conversación, en aquella terraza frente a la estación de Huelva, ¿acaso no fue prometedora y significativa? ¿Qué nos pudo llevar luego a reencontrarnos en la bodeguilla de la plaza de santa Ana? ¿Por qué optamos por el cine y precisamente Antonioni? Sin aquel blow-up todo habría sido distinto, no hubiéramos podido llegar a tener que quemar los libros para prender los atanores.

Mi vida será pequeña, cabrá en una cáscara de nuez, mi tiempo es limitado, lo sostengo sobre la palma de mi mano y le sonrío. Recuerdo las sonrisas de los Adeptos cuando, a veces, han hablado de mi………….y creo que es suficiente. ¡Ilúminame mi querida S, por favor, si crees que no es así! Me vine al Oriente con una mochila cargada de trastos viejos (aunque hermosos, y útiles), y creo que voy a volver sin trastos, sin mochila, sin nada más que mi sonrisa, y mis cansados ojos (cada día me hacen más falta las gafas, ya tengo tres), esta vez sí podrás llegar a su fondo, porque para ello sólo tengo que mirarte como tú me miras, mi querida S, ojalá sea capaz de hacerlo así.

La noche (¡son sólo las seis y media!) se me echa encima, he compartido estos momentos nuestros con Brahms, con la Jacqueline du Pre tocando el concierto para cello de Lalo (¡te lo recomiendo!), y ahora Karajan ataca la cuarta de Tchaikovsky, una de mis preferidas. Trataré de poner en claro mi poema, y me despediré después, mi querida S.

Pues no. Releído el poema, creo que está listo. Me quedaba revisar en tu carta lo de los signos astrólogicos, y creo que en el propio poema hay una repuesta. Te diré que (creo que lo dije ese día en la playa de Occidente) hace mucho que no hago cartas astrales, como dije que me habían ayudado a conocer a las personas (sobre todo a “mi mismo”), también te digo que estoy trabajando con el oráculo del I Ching y, ciertamente, es fascinante. No da respuestas, desde luego, pero ayuda a ordenar las preguntas. Como la astrología.

Miro la carátula del CD recién comprado y veo que tras la cuarta me obsequian con el Capricho italiano, la pieza con la que mi madre me inició en la música, hace ya tanto… ¿ tiempo ? Y sintiendo otro soplo eterno de Amor apacible, lo comparto contigo, así como también un recuerdo a mi padre, que me enseñó a escribir, sin saberlo.


Odisea, canto XII

Suspiré

y el infinito en tu sonrisa

se fundió en mi aliento,

para que Dios pudiera ser.

Yo era el viento

que acariciaba la tierra

y tú la tierra que da alas al viento.

Yo era el sol, empujado

de oriente a occidente,

tú la luna, que sí gira,

y lo acoge en su seno.

Dios puso el alambique,

yo fui fuego y tú fuiste agua,

destilamos y condensamos

una y otra vez, una y mil veces,

como mil rayas tiene el tigre.

Cuando nos llamó allí estábamos.

El dedo de Dios empujó nuestra barca,

que se hundía por el río,

hasta el mar en el que ahora estamos.

Ulises ríe al otro lado del espejo.

Él ya pasó por esto.

Las sirenas, Escila y Caribdis

fueron el rugido de su tigre.