jueves, 17 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 1






Madrás, 17 de febrero de 2007


Me siento al fin ante un papel y no sé cómo empezar, cómo acercarme con la palabra a este universo nuevo y frondoso que he encontrado. Cualquier cosa que diga va a desmerecer la realidad, pero sé que tú también harás un esfuerzo para que entre los dos nos acerquemos a ese punto de rocío en el que el poeta transforma el grito de dolor del pájaro Karuna en pura poesía.

Aunque no he salido de Madrás desde que llegué, no me siento en un lugar, me siento peregrino. Y todo peregrinaje empieza con una pregunta, yo formulé la mía hace 33 años, y ahí ha estado, latente, a sabiendas, desde entonces. Una peculiar intuición me ha llevado durante estos años a no buscar la espiritualidad india. He estudiado el Vedanta, me he deleitado con la B. Gita y algunas Upanishads, pero no he tratado de profundizar en esa vía de trabajo.

Siempre me ha parecido extraño que, a pesar de mi fascinación por India, que nació cuando no tenía quince años, que fue el primer deseo de trascendencia de mi vida, que se fue moldeando con el tiempo, adaptándose y adaptando cuanto otras vías fueron aportando a esta especie de Ganga en el que se está convirtiendo mi vida; no haya necesitado buscar en sus fuentes lo que he buscado por todos los caminos. India siempre estuvo ahí, esperándome; yo lo sentía, pero sabía que había que esperar el tiempo adecuado. Y esperé, ya sin deseo.

Y es que fueron un cúmulo de casualidades las que me llevaron aquí. No te cansaré ni lo haré yo relatándolas, ya están en un pasado remoto. Pero cuando los acontecimientos se precipitaron Ello se ocupó de que hubiera signos suficientes para poder reconocer que, escondida tras las aparentes casualidades, estaba Su llamada. Algunos de esos signos te tocó a ti transmitírmelos. Regocijémonos un instante en ello.

Hubo más signos, de manera que cuando llegué a India ya no me cabía la menor duda de que todo había sido por Su voluntad, pero no podía evitar hacerme la pregunta que aún me hago: ¿Dios mío, para qué me has traído aquí? La pregunta tal vez esté mal formulada, quizá no haya un para qué, acaso tampoco un por qué. Pero sí que hay una interrogación, seguramente un enigma que a mí me toca recorrer. También sé que, a su debido tiempo, el velo caerá.

Por eso he decidido hoy huir de la prisa y, en vez de correr a visitar templos o a buscar un lugar o un alma sagrada; o a establecer contacto con alguno de los muchos ashrams que hay aquí; en vez de hacer lo que en cualquier otra ocasión hubiera hecho, urgido a sabiendas de que el tiempo es limitado; en vez de todo eso he preferido dejar que las aguas remansaran para pasar un rato contigo en la más sabia intimidad.

Desde el primer día me he sentido como en casa, como no me había ocurrido en ninguna de las muchísimas ciudades en las que he estado. Algunas de ellas me han cautivado nada más llegar, otras me han parecido, y lo siguen pareciendo, entrañables lugares para pasar una vida; a algunas las recuerdo con deleite por momentos de pasión sobrehumana, a una de ellas, en fin, incluso la empecé a echar de menos antes de haber llegado. En casi todas las ciudades grandes, nada más llegar, he tenido que explicar, sin siquiera conocerlo, la manera de llegar a uno u otro sitio con el transporte público; siempre he salido airoso de la prueba, lo que ha hecho que, allí donde estuviera, siempre me sintiera seguro y pisara terreno firme. Pero sabía que no era mi casa.

Aquí es distinto. Aquí no veo volar cigüeñas sino cuervos en el taichi de la mañana, pero son los cuervos de mi casa. Aquí veo que las más grandes aspiraciones se pueden corromper hasta la miseria, pero es la miseria de mi casa. Aquí me llega, en medio del ruido ensordecedor del tráfico, los transformadores y el aire contaminado, de pronto, la suave esencia del jazmín, y es el jazmín de mi casa. Aquí miro a un lado y estoy cenando en un hotel de lujo, miro al otro y encuentro al gato cazando una paloma de hermoso cuello verde; voy a la obra y espero en cualquier momento ver salir al tigre de la maleza, pero es el tigre de mi casa en cuya piel está escrita la historia de la Vida.

El viejo mercader me mira y no me trata como a turista. En vez de atiborrarme de alfombras me muestra sólo tres, pero es como si me mostrara el universo entero. Compartimos un café y me marcho en paz, él sabe que algún día volveré a por mi alfombra, y si no fuera así, también estará bien. Estoy en casa.

Sé siempre las respuestas a todas las pequeñas preguntas que los colegas se hacen sobre el país, su historia, su geografía, sus costumbres, sus dioses. Pero me callo, y les dejo hacer. Huyo de su prisa tan pronto puedo, como hay cierta diferencia de edad no les extraña, incluso lo agradecen. Pero cuando encuentro en la calle una mirada profunda me resulta más afín que cualquiera de las suyas, y sé que estoy en casa.

En un calor que empieza a ser insoportable hoy ha llovido por primera vez y he fotografiado una paloma volando a resguardarse. Ahora atardece y el sol se ocultará tras las montañas que dicen que hay en occidente. Al sur está Kerala, por donde el monzón de verano entra en India, y donde Vivekananda meditó largo tiempo antes de su viaje a América. A oriente, el golfo de Bengala me recuerda que, también aquí, el esplendor de la luz es de Dionisio más que de Apolo.

Pero mis ojos buscan el norte, donde a varios miles de kilómetros se encuentran los lugares más sagrados de la Tierra entera. No sé cual me estará asignado, aun no se detiene el nervio de mi brújula sobre un rumbo preciso, pero sé que está ahí y que lo encontraré aquí, en mi casa, donde empiezo a reconocer cual es el alimento eterno de la esperanza.