lunes, 8 de agosto de 2011

SARRIÓN, 9pm

la ensalada
tomate queso fresco
la ensalada encarnada
como el rojo sol
que vimos
allá en el Javalambre

y espaguetis
berenjena
anchoas y largos espaguetis
tal cascada en Pirineo
Monte Perdido y Aínsa
y te dije que te quiero

lomo de cerdo,
kilo de lomo
y alitas de pollo
harina en tu delantal
y gaseosa en el mío
cortado a la medida

Amor, Amor mío,
si cuando tú duermes yo sueño
y cuando tú sueñas yo duermo
solo queda despertar
al infinito
desde una almohada

que se mulla sola
por la mañana
tú y yo
no pensar, no
solo la Vida
enlazada a nuestras manos

INÉS JUST COMING. COMPÁS DE ESPERA DE UN CICLÓN EN EL CARIBE






Fue el primer (y único, creo) libro de Alfonso Grosso que leí. Eran buenos tiempos. Había devorado toda la biblioteca de mis padres (hasta el Salambo de Flaubert me tragué) y me había hecho socio de la biblioteca de Sevilla, entonces en la calle de Alfonso XII, frente al corte inglés y cerquísimo de los baretos de la calle de san Eloy, que abrían más o menos cuando cerraba la biblioteca. Inmejorable plan para el chaval que yo era entonces, y que así, sin solución de continuidad, pasó de los bourbons virtuales de las novelas de Hemingway a las litronas callejeras reales como la vida misma.

Aquel año Jesús Torbado había ganado el Planeta y Alfonso Grosso fue finalista con La buena muerte. Con esta no pude, pero sí con la de Torbado, En el día de hoy, que empezaba con un remedo del último parte de guerra que Gonzalo Fernández de Córdoba radió el uno de abril desde Burgos: "en el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército faccioso, las tropas republicanas han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado." Franco aún vivía, y ni Torbado ni Lara pudieron echarle más napia al tema. Pero todos lo leímos.

A lo que voy. El Inés me fascinó desde el principio, me hizo sentir que tal vez la carrera que me habían elegido no era tan mala. El libro se divide en tres partes, y en cada una su protagonista (implicado en el argumento con los otros dos) relata unos mismos hechos desde su punto de vista. Algo así como lo de Durrell en El cuarteto de Alejandría, que leí muchos años después, aunque más ligero, desde luego. Grosso no era Durrell, aunque en el Inés lo bordó.

El protagonista de la primera parte es un ingeniero español que se había marchado a Cuba a trabajar, años sesenta/setenta. Por amor al arte. Al comienzo del libro está en su cuarto de hotel (sin aire acondicionado que funcionara), absorto ante su mesa de dibujo (no tenía delineante, desde luego), diseñando una pieza para que el taller la fabricara y sustituyera a la averiada en un grupo electrógeno de provincias. Una pieza que en Europa habría encontrado en 24 horas pero que los rusos tardaban meses en suministrar y no era plan de que la gente se quedara sin luz hasta entonces. Así que le echaba ingenio al asunto, y eso me gustó.

No fui a Cuba nunca, a pesar de mis sueños, pero el tiempo y la vida me empujaron a otros lugares más sórdidos y míseros, y ahí, más que en los sitios y tiempos de prosperidad, me fui haciendo lo que, para bien, para mal, más o menos, ha sobrevivido hasta hoy.

Pero la lección profesional más impresionante, la que más me ha servido en la vida real, me la dio mi padre en mi primer día de trabajo en la empresa. Por correo interno me llegó un sobre, estando yo en una reunión (en mi primera reunión de trabajo). Dentro del sobre solo había un recorte minúsculo del periódico de Bilbao que recibía mi padre por correo, con dos o tres días de retraso sobre la fecha ordinaria. Decía:

El director llega a la fábrica en medio de un gran revuelo. - "Señor director, señor director", le dicen, "la caldera principal ha estallado!!!"- "Diablos, ¿lo sabe el ingeniero?" contesta el aludido, con forzada calma. - "Claro que sí, ¡estaba dentro!"

Años después, cuando trabajaba en mantenimiento, viví en mis carnes lo que era estar en caldera que podía estallar, o ponerse el traje de luces para bajar a la fosa séptica a explicar a los chavales cómo tenían que desmontar la bomba averiada, o meter el brazo entre las barras de 400 voltios, el vello del brazo en chispeante punta, porque mi operario era chiquitín y no llegaba con la pinza amperimétrica.

Pero lo importante fue aplicarlo a la vida entera. Saber que había dos formas de vivir, y que en una, desde la cresta de la ola en el ojo del huracán, se veían las cosas como las ven los dioses, y que el riesgo, si elegía esa forma, siempre estaría ahí, y que todo riesgo es potencialmente mortal. Pero la pasión de la naturaleza se desata siempre ahí, arriba, y esa vida vale tanto la pena que el riesgo se vuelve parte de ti, te saluda todas las noches a la izquierda, un metro atrás del hombro, y dice: "Tranquilo, todavía no, tienes un día más". Y entonces nos recostamos, sonreímos, acariciamos la moneda que llevamos en el bolsillo (para Caronte, cuanto toque), y sabemos que todo está bien, a pesar de que el mundo se empeñe en demostrarnos lo contrario.

Ha llovido mucho desde entonces, al estudiante soñador le han salido muchas canas, pero mantiene intacto el espíritu y la decisión de seguir en primera línea. Solo que ahora es mi turno, ahora me toca a mí. Sé qué y a quien y a quienes quiero y sé por qué. Estoy sentado, fumo y espero. Busco en el horizonte las nubes que sé que están en el Norte (no hoy), pero yo las siento muy cerquita.

Cuando llegue el ciclón estaré preparado. Pero esta vez estaré, también,.......feliz. Seguiré luchando por ellos, mexicanos, bosnios, indios o españoles. No me rendiré nunca. No pediré nada a cambio. Quizá, solo, que seas tú quien acaricie mi nariz cuando me muera.