domingo, 29 de mayo de 2011






“Esta noche volverán a sonar los hexámetros, (…) Héctor sabrá que va a morir cuando escuche a Aquiles gritar su nombre. Se despedirá, otra vez, de su esposa y de su hijo, y nosotros volveremos a llorar.” (Gabriel Sofer, Al final del mar, Sevilla, 2009)



Cuando le dijeron que Troya ardía, Víctor Choltis no pudo evitar cerrar los ojos aunque sí reprimir lágrima y mueca de dolor. Después miró al mensajero a los ojos y le dio las gracias. El aqueo se marchó y Choltis mandó que le prepararan café. La noche iba a ser larga, pensó. Como tantas.

Recordó los otros incendios que le había tocado vivir: Alejandría, Sarajevo, y sobre todo París, que él ayudó a evitar. Gracias a ello la estatua de Enrique IV siguió recibiendo paseantes nocturnos, como la del Cid en Sevilla. Algunos paseos dieron fruto, otros se quedaron en proyecto.

Ahora ocurría de nuevo. La astucia de un hombre superaba la defensa obstinada y heroica de los inocentes. Un viejo rey entregaría los dioses manes a su hijo y le mandaría ponerlos a salvo, este incidente local sería el origen de uno de los pilares de nuestra civilización. Y este hijo bajaría años después al Hades, vivo, como el hombre astuto que había sellado el destino de Troya.

Troya ardía. Choltis sabía que la noticia se extendería sin pausa por toda Lesbos, que las amazonas volverían a alzarse en armas, y que el hombre que en otro tiempo las venció era el viejo rey que a estas horas ya habría muerto en su ciudad. No quedaba nada por hacer salvo la espera.

Troya ardía, como había ardido Sarajevo, como había caído el Stari Most, como habían sonado ocho mil gritos en las afueras de Sbrenika, en el campamento holandés, donde todos lloraron como locos durante tres noches, aunque, cuando cambió el viento en la segunda y trajo el olor del azufre muchos no pudieron más y huyeron.

Troya, la más bella y orgullosa de las ciudades. El lugar donde los hombres escondieron el secuestrado Amor. La tierra de la esperanza de las guerreras exiladas de Lesbos. Cuando llovía en Troya el arcoíris tendía un puente hacia los Balcanes. El puente que cruza el Diablo cada vez que se acaba un mundo.

Al amanecer Choltis sabía que debía partir. Él era esta vez, una vez más, el elegido, él era, en cierto modo, todos los hombres, como todos los dioses son los manes. Compartiría mar con el otro hombre, el astuto, el que había hecho todo esto posible.

Abrió los ojos. Vio el túnel de lavado funcionando sin nada dentro y por un instante pensó que él también había cruzado el puente del arcoíris. “¿Dónde c… está mi coche?!!! casi grita en alta voz, antes de partirse de risa al comprobar que acababa de levantar su trasero del hirviente capó del Ibiza gris.