domingo, 8 de mayo de 2011

DUBLÍN A SEVILLA

El cielo es hoy azul y plácido, como el de Juan Ramón, o ah, este cielo, este sol de mi infancia, de Machado en Colliure. La reentré en Sevilla ayer fue fantástica, el reencuentro con los Hermanos entrañable, sobre todo en la cena y su sabrosa e íntima conversación. Tengo suerte, mucha suerte, y lo sé.

Llegué tarde a casa, que por una vez estaba impoluta tal jardín japonés, y también vacía pues JA estaba de feria y jaranda, así que me tocó encender las luces (la lux aeterna seguía en su lugar geométrico, menos mal).

Todo estaba, en mi cuarto y en mi mesa, como lo había dejado antes del viaje. Todo excepto la rosa que me había dado tiempo a subir por la mañana, antes de partir al misterio del día.

Y ahora estaba frente al misterio de la noche. Mi querida Hermana, durante la comida, me había preguntado por mi viaje, por cómo era tu Irlanda, pero el ruido y el fragor de los platos y la multitud (fraterna, pero multitud), no me permitieron contarle lo que había visto, y revivido, en la reciente ceremonia, cuando otra Hermana quedó tendida en el suelo bajo un paño de sangre. Fue aquello un catalizador que me llevó a las lágrimas, al recuerdo, a la felicidad.

Estuve en una tierra verde, verde esperanza, verde Sarah. Más verde que Asturias, Galicia o el País vasco. O las dehesas extremeñas tras una primavera lluviosa. O que la sierra entre Medina y san Roque, con sus brumas y sus arcoíris.

Esos verdores, traté de explicarle luego a la Hermana durante la cena, que me parecen maravillosos, y que los he vivido profundamente, me parecen ahora como algo que viene de fuera, de la humedad, la lluvia, tal vez de la mano de Dios, pero de fuera. Es como cuando montamos un Belén y dejamos caer la verdina sobre el pegamento esparcido por el corcho.

Pero tu tierra, mi pequeña, esa tierra que te cobija y a mi me da esperanza, es verde de otra forma. Es verde desde dentro, en vez de un magma rojo de barro y fuego, allí hay otro núcleo, que exuda verdor a través de la piel y convierte a la Tierra en Verde. Y los ríos que te llevan son verdes, y los lagos en que remansas son verdes, como lo son los duendes y las hadas, aunque ninguna he viso más que tú.

Y de ese Verde he vuelto, Amor, a mi tierra seca del sur. A la que tú quisiste, un día, que fuera tuya también. Y lo es. Ahora empieza todo de nuevo para mi, para ti es oriente eterno, pero ya no lloro por ello. Porque sé, y hago mía, la frase con que concluía la estancia en Dublín: ¿era esto la vida?- Bien, ¡otra vez!


Nos conocimos mediante esta frase, ¿te acuerdas? Era nuestro símbolo, mitad tuyo, mitad mío, y las juntábamos cuando queríamos salir de los foros y chatear con pensamientos más profundos. Tanto, tanto tiempo, sin saber de ti más que esa exclamación de Zaratustra tras la muerte del volatinero. Que había quedado en tu memoria, como también lo había hecho en la mía, treinta y tres años antes, cuando leí al Nietzsche por primera vez, sin entender nada, claro, excepto esa frase, esa circunstancia, esa visión de un enigma, ese canto brutal, inhumano, salvaje, pero hermoso, a la vida que perdura.

Nos reconocíamos así, en la distancia, sin fotos, sin webcams, sin nada más que nuestras palabras que de la filosofía fueron poco a poco derivando a la vida. Fue tu anzuelo cuando fuiste a Nerja, y mi torpedo para que supieras que yo estaría allí.

Nada sabíamos el uno del otro. Ni edad, ni rostro, ni estado civil, ni si éramos buenos o malos en el fondo. Pero lo intuimos, tú y yo, y allá que nos vimos. Quedamos en el bar de Robert, Rincón de Europa, inimaginable vista mediterránea, y yo llegué antes, claro. Le dije que era tu amigo y me atendió con una jarra vikinga, y así te esperé. Jamás he apurado más una cerveza, sin repetir, con la excitación de una cita a ciegas con una mente que sabía gemela (en lo intelectual), y que sabía de mujer, pero nada más.

No pregunté. Esperé. ¿Serías joven o vieja? ¿Vendrías sola o con tu marido? ¿O con los niños? ¿Había niños, había marido? ¿Podríamos hablar de otras cosas o solo de Nietzsche? Todo ello pudo conmigo y me puse nervioso, más que en octubre en san Roque, cuando supe que SK venía. Pero esperé.

Y llegaste, como las hadas. No te vi. Un hada de pelo rojo y ojos azules saludaba a Robert y a su mujer, charlaba con ellos, intercambiaba frases corteses. Seguía yo esperando cuando te acercaste y me dijiste (única vez que me has hablado en alemán): Das ist das Leben? Noch ein mal, aber jetzt geht´s los! Para mi fue como si en vez de una me hubiera tomado ocho jarras vikingas, y cuando Robert fue a ponerte tu Guiness y le dijiste: no, pls, wine from this yard, y él te quiso escanciar manzanilla (torpes holandeses), yo le dije, Robert, examinemos tu bodega, quitado mi sopor de un golpe y sabedor de lo que me jugaba. Y ahí, en su espléndida bodega, dormía una botella de borgoña de dos años, un perfecto chablis para la ocasión.

No sé, Amor, si te enamoraste antes del chablis y luego de mi o al revés. Sí sé que empezamos a hablar y el pobre Nietzsche ni se asomó por allí. Hablamos de unicornios y de olivos, de mares y de flores, de tus clases y mis viajes, de mis amores y de tus viajes, de mi familia y de la tuya, y de pronto y a un golpe supimos que podríamos estar así, dos o tres vidas hablando, y que no nos íbamos a aburrir nunca. Pero tú te habías cepillado el chablis y yo había multiplicado mis vikingas jarras, y entendimos que era buen momento y lugar para despedirnos. Tú a tu casa, yo a mi parador, a mi habitación doble, como siempre (casi siempre) para mi sólo.

El día siguiente fue una repetición, más larga, de lo mismo, ¡qué bien lo pasamos! Y por la noche, borrachitos, nos volvimos a decir hasta mañana.

El día siguiente fue una repetición, más larga, de lo mismo, pero esta vez yo opté por el zumo de tomate, a ver si era así capaz de lo mismo, y tú, sin haber mediado palabra, te decidiste por el de naranja. Y tras todo el día hablando y disfrutándonos cenamos despacito en La Herradura , ¡ay, Granada!, compartiendo un poco de Riscal porque no había borgoña, claro, y nos fuimos a tomar el café al parador, y ahí empezó el mundo, de nuevo, para los dos.

Pasamos veinte noches juntos, mi Amor, solo veinte, pero cada una fue un escalón más sobre la primera. Amé tu cuerpo, anhelé tu espíritu, y los tuve, como tú los míos. Y mi alma queda unida para siempre con la tuya, pase lo que pase con mi vida a partir de ahora.

Algún día yo también me iré, Amor mío, como ya te escribí. Y sé que mi último recuerdo entonces será el de tus ojos y tu sonrisa cuando me viste aparecer con el Chablis y dos copas, tú y yo, y lo probaste y me dijiste: my God, thou are better than Irish beer.