lunes, 26 de mayo de 2008

VEINTISIETE DE OCTUBRE


Íbamos de Sevilla a Los Palacios por la carretera de Carmona a Morón, es decir, por la vía húmeda, cuando el amanecer nos desbordó. Paramos y bajamos. En el oriente las nubes estaban bajas y eran gris claro, de tamaño mediano, como individualidades en el gran baile cósmico que nos regalaba su presencia. Entre las nubes se dejaba ver un cielo azul brillante, con tonos anaranjados en la parte terrestre.

En occidente el cielo estaba totalmente nublado, gris muy oscuro pero con un tono amarillo que le prestaban las luces de la ciudad grande. Aquí no había individuación, sino un conjunto obedeciendo como un todo los dictados de la naturaleza que era él mismo. El viento alto empujaba con fuerza el frente nuboso, que daba la impresión de desgajarse, de querer dejar de ser un todo, de buscar la diferenciación, la posibilidad expresiva que tenían sus compañeras en el oriente.

Una suave brisa nos acariciaba también, haciéndonos partícipes de la impermanencia de todo aquéllo. ¡ Cuánta belleza, tanto más por ser fugaz ! Y tantos matices coexistiendo en esa transitoriedad. El viento y el propio orto hacían cambiar los volúmenes y los colores de la escena. Y el conjunto es un todo, pero fugaz, y no porque se hará de día o se irán las nubes o ambas cosas; sino porque pocas veces gozamos de ocasiones como esta, de enfrentar el misterio donde menos lo esperamos y tener la oportunidad y el coraje de parar y bajar. Durará poco tiempo, y entendemos por qué nosotros también.

Nos deseamos en la casa serrana, con grandes cristaleras que permitan contemplar el amanecer completo mientras desayunamos y lo comentamos. Unas cosas son y otras no.

Y yo estaba solo, claro.