miércoles, 4 de abril de 2007

TRES PERLAS SÁNSCRITAS


1. De Vallana:

Decir que ella volverá a mis ojos deleitar

es loca verborrea.

Pensar que ella mi esposa pronto será

es tan imposible como lo es suponer

que pueda un elefante en mis manos contenerse (*).

Mas ya esto mismo es mucho:

que en uno y el mismo eon han sido creados

tanto ella la de plana frente,

como yo, y con mérito bastante

para verla a ella.


2. De Viryamitra:

Fugaces miradas de tus ojos,

Los que se alargan hasta tu oreja,

Más oscura que el loto,

Suficientes que fueron para hurtar un corazón.

Qué necesidad hay, querida amiga,

De ese empeño que pretende trenzar tu suelto pelo,

De mostrar el pliegue tintado de tu brazo,

Y marcado con las uñas del amante.


3. De Kalidasa:

Cuando está conmigo

El silencio aflora

Tanto como palabras,

Y los ojos, cerrados, ven.

Nuestros cuerpos se entrelazan,

Y en ese intercambio,

Lo confieso,

Nada está prohibido.




(*) Aquí recordé a Blake, claro. Fueron los primeros versos que leí en el British Council de Sevilla:

To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.

EQUINOCIO DE VERANO


Nunca he lamentado tanto no tener la cámara a mano. Ojalá fuera pintor….pero al oficio me atengo y trataré con las palabras describir esa escena imposible que me sorprendió esta mañana de verano en Madras.

Un rato antes había adelantado a la moto. Mi conductor, como siempre, hizo sonar el claxón para advertir de su maniobra y el del otro vehículo mantuvo velocidad y rumbo para facilitarla.

Era un indio joven, y detrás viajaba una mujer, más joven aun. El tráfico de motos en Chennai es más intenso que el de coches, y he visto todo tipo de cosas y seres, en calidad y cantidad, a bordo de las motos. Pero no estaba preparado, tan de mañana, para lo que me fue dado contemplar.

Ella llevaba un sari simple verde, hermoso, como todos, y montaba la trasera de la moto, a la inglesa. Él iba ciertamente concentrado en la conducción del vehículo, para lo que aquí se requiere de toda la atención posible, al no haber señales de regulación del tráfico, ni más regla de comportamiento en la vía urbana que la prudencia y la tolerancia.

Tal vez fuera para conciliar el sueño matinal, pero lo que yo vi en ese rostro tiernamente apoyado en la espalda del conductor, con los ojos entrecerrados, con una leve y feliz sonrisa; no fue ciertamente señal de una persona cansada, sino de un amor perfecto que incluso en esa incómoda situación (el peligroso viaje en moto de casa a donde fuera) encontraba ocasión y forma de expresarse.

Tras adelantarles me recliné en mi asiento trasero y cerré yo también los ojos para recrearme en la escena. Pasado un rato un giro del coche lo sentí desacostumbrado y abrí los ojos. En mitad de una intersección de calles amplias dos vehículos parados obstaculizaban levemente el tráfico y los conductores los rodeaban con un pequeño giro. Me volví para verlo por la ventana trasera del coche.

El conductor de un motocarro de pasajeros hablaba acaloradamente con el de una furgoneta de reparto. No discutían, solo que había muchos énfasis en la conversación. Se habían encontrado en mitad del cruce y habían parado para contarse algo que sin duda no podía esperar, o no podría decirse nunca sino en ese momento. Los demás vehículos hacían sonar la bocina, anunciadora de su presencia, y rodeaban el obstáculo. Como siempre en India.

Me volví hacia delante pero esta vez no me dio tiempo a cerrar los ojos. En sentido contrario a nuestra marcha, avanzando hacia el cruce obstaculizado, nos cruzábamos con un vehículo no tan habitual: un hombre pedaleaba y remolcaba un carrito en el que se sentaba un niño de unos seis años. Perfectamente vestido, con su camisa azul y blanca a rayas, representativa de algún colegio, sus pantalones cortos, sus calcetines blancos, y su mirada de hombre que conoce su lugar en el mundo, al menos el que ocupaba en esos momentos.

El que pedaleaba, aupado sobre el sillín, era un hombre mayor, delgadísimo, de pelo y barba blancos, descalzo como tantos habitantes de esta ciudad. Limpio, también, como todos los indios, pero no inmaculado como su cargamento. El rostro crispado denotaba un gran esfuerzo, y también una gran determinación por llevar al niño a su destino.

Fue en ese instante en el que lamenté no llevar la cámara, aun sabiendo que se trataba de una escena imposible para mi: la que tendría lugar, tráfico arriba de mi coche, unos minutos más tarde, si es que confluían, en la intersección del taxi y la camioneta, el bicicarro del niño y el anciano, y la moto con la mujer enamorada.