martes, 4 de abril de 2006

La tragedia de Sevilla


El colega y amigo que me visitaba por motivos profesionales conocía bien Sevilla, así que le cité en el museo arqueológico, un jueves con buen tiempo, a las seis de la tarde. Nos encontramos en la puerta y espontáneamente entramos en la sección de arqueología, recorriéndola al azar, parando aquí y allí; ante un mosaico en la sala de Venus, una estatua en la de Mercurio, las sepulturas con el escueto "Hic situ est. Sic terra tibi levis" y conversando desenfadadamente sobre lo que nos salía al paso -al de las piernas y al de las neuronas- como dos buenos amigos que hacía tiempo que no se veían. La conversación profesional podía esperar.

Le contaba yo que daría una caja de Valbuena quinto año por pasar diez minutos a solas con Monna Lisa en su hogar parisino y me respondía él cómo un día había empezado a pensar en latín en el museo capitolino de Roma contemplando cosas similares a las que aquí estábamos viendo, donde, por cierto, me dijo, también estamos solos.

Y así era y lo fue durante la hora larga que pasamos en el museo. No nos cruzamos con un alma. Que en Roma te encuentres con un museo vacío -entre decenas que hay- puede dar que pensar, pero que ocurra en Sevilla empezó a desasosegarme. Indiqué que ciertamente no había abandono por la administración del museo, estaba limpio, bien organizado, con un horario amplio. Además está inmejorablemente situado.

Aclaro que lo que me causaba inquietud no era la ausencia de turistas en el museo, sino la de paisanos. ¿Cómo es posible que en una ciudad de 700.000 habitantes nadie acuda al museo arquelógico un jueves a las seis? Mi amigo me lo aclaró: a Ellos no les interesa. Ir a museos no es una actividad económica, no interesa. Y además, es peligrosa. Venimos aquí y nos encontramos con Venus y Mercurio, fíjate si luego empezamos a indagar en la mitología y damos con Afrodita y Hermes y seguimos tirando del ovillo y terminamos leyendo a Homero y llegamos hasta la tragedia griega: las Bacantes, Edipo, Fedra; y caemos en la cuenta de que Ellos tienen ahí su sitio, que ya Sófocles y Eurípides les conocían y les dejaron inmortalizados en sus obras, que hoy y siempre se repiten en la vida real. No les interesa: los museos hay que mantenerlos, qué remedio, pero cuanta menos gente venga, mejor. La gente, a producir y a consumir, a mover dinero. Pensar, ¿para qué?

Terminé de asustarme. Al salir del museo ya había pasado el crepúsculo. Y recordé una tarde en la casa (y museo) de Karl Marx cuando le oí describir al fantasma del capital recorriendo el mundo y metiéndose en todos los poros de la sociedad. Ellos se encargan de que siga siendo así.